miércoles, 25 de enero de 2023

Fumaroli: una respuesta sobre el estado cultural


Entrevista a Marc Fumaroli en Letras Libres 

por Daniel Gascón

(una pregunta, la primera)

SU LIBRO EL ESTADO CULTURAL ERA UNA CRÍTICA DE LA RELACIÓN ENTRE EL ESTADO Y LA CULTURA EN FRANCIA. ¿QUÉ ERA LO QUE LE MOLESTABA?

Reprochaba a André Malraux –que fue el primer ministro de lo que inicialmente se llamó Asuntos Culturales en 1959 y ocupó el cargo hasta 1969– y a Jack Lang –que ocupó el cargo cuando François Mitterrand era presidente, entre 1981 y 1986 y luego entre 1988 y 1992– la financiación y el sostén de formas de creación que podían desarrollarse y defenderse por sí mismas: la música rock, el tag. En 1959 De Gaulle crea el Ministerio de Asuntos Culturales y pone al frente a Malraux. En mi opinión, no eran la reforma ni la mejora que se necesitaban, sino la apresurada promoción de un propagandista prestigioso, admirado por la izquierda de la que provenía y amado por la última generación de modernistas “revolucionarios”, encabezada por Picasso y en la que él mismo era un icono. 

El ministerial traje de arlequín sobre el cuerpo de este elocuente tragicómico se había arrebatado arbitrariamente al secretariado de Bellas Artes y al dominio tradicional de las academias. Además, ominosamente, se añadió la “Dirección de democratización cultural”, el verdadero motor de este buque insignia surrealista. De entrada, la falta de dinero impidió que ese nuevo motor hiciera mucho, aparte de crear algunas “Casas de cultura”, un concepto soviético. Pero, a la larga, en la época de Mitterrand, resultó evidente que la llamada “democratización cultural”, que supuestamente tenía que ser el deber supremo del Estado, iba a verse arrastrada por el mercado estadounidense de la cultura del entretenimiento masivo, y a servirle de manera ingenua en vez de actuar como contrapeso. Como eslogan estatal, la “democratización cultural” trabajaba en favor de la industria global del rock, los videojuegos bélicos y la adicción prematura a las drogas tecnológicas, borrando toda distinción entre la alta y la baja cultura, entre la cultura popular y la cultura estandarizada de masas. Pondré un ejemplo de las consecuencias del cambio que se produjo con la creación por y para Malraux del Ministerio de Asuntos Culturales. 

Desde Colbert, había habido una beca de la Academia de las Bellas Artes en Roma. Permitía a los estudiantes que hubieran ganado el Gran Premio de Roma pasar dos o tres años en Italia para estudiar a los grandes artistas italianos y de la Antigüedad. Aunque su amigo Picasso había pasado mucho tiempo estudiando la Antigüedad, Malraux pensaba que esa estancia en Roma era arcaica y la suspendió. La destrucción de esa tradición suprimió la continuidad de las artes francesas y europeas, y coincidió, además, con una dislocación general y rápida de géneros artísticos. Ahora ya no hablamos de pintura, escultura o grabado sino de Arte, con a mayúscula. El “Arte contemporáneo” es lo que el “artista” quiere imponer al público o al cliente, ignorando las convenciones que delimitan el terreno donde cada arte puede ser comprendido, disfrutado o criticado. El discurso, a menudo oracular, que da publicidad a la creatividad sin fronteras del llamado “Arte contemporáneo” ha reemplazado a las artes como disciplinas, y a menudo se convierte en la única realidad de este arte. No queda lugar para la instrucción de los artistas, la posibilidad de que los maestros transmitan el oficio a sus alumnos, el territorio sobre el que el amante del arte pueda comparar, evaluar y perfeccionar su gusto.

La tradición francesa encargaba al Estado el patrocinio de las artes y la educación de los mejores artistas, e iba contra esa tradición que los artistas modernistas hubieran creado su propio mercado privado. Pero necesitaban la presencia de ese conjunto tradicional de artes y artistas para poder existir contra él. Cuando su amigo Malraux destruyó la tradicional cadena académica de instrucción artística, otorgándole al Estado la deslucida tarea de coronar oficialmente el genio de artistas modernistas a quienes ya había coronado el mercado privado del Arte, actuó a regañadientes a favor del mercado de masas y de la supresión del saludable contrapeso que la tradición académica, y el Estado francés como su mecenas, habían ofrecido durante tanto tiempo a los mejores artistas y al gusto perspicaz de los aficionados al arte.

Malraux y los gaullistas podrían haber mejorado el sistema de admisión de la Academia de Bellas Artes, y haber favorecido el diálogo entre clasicistas y modernistas que posibilitó el éxito de la Exposición Universal de París en 1937. Prefirieron darle una dictadura modernista a su amado converso Malraux y suprimir el contrapeso académico. Incapaz de ver las consecuencias de su gesto revolucionario, el oráculo délfico de la Quinta República, Malraux, eliminó toda resistencia seria al triunfo de la cultura de masas estadounidense, mientras se presentaba como el heredero directo y ultramoderno de los genios elitistas del modernismo.

Cuando Jack Lang recibió de Mitterrand en 1981 el ministerio “de cultura”, el modernismo estaba muerto como movimiento artístico, pero la confusión, bajo el mismo concepto de cultura, entre cultura popular y de masas, entre arte de vanguardia y producto comercial al estilo americano, se convirtió en algo muy vivo, que adoptó la forma del programa “democratizador” de un ministerio rico en ese momento.

En vez de permanecer fiel a la tradición nacional y europea, el Estado “democratizador de la cultura”, en el sentido más ambiguo de una palabra ya oficializada, quería convertirse en el mecenas y garante de actividades y artefactos que no necesitaban mecenas: la cultura de masas industrial destinada a la gente común y las estrellas del mercado del “mundo del Arte” para los multimillonarios del mundo empresarial. Dos tipos de producto comercial.