No eran ideas abstractas ni elecciones políticas. En él hablaba la voz de África y despertaban sus antiguos sentimientos. Sin duda, había pensado en el futuro cuando viajaba con mi madre, antes de la soledad y la amargura, cuando todo era posible, cuando el país era joven y nuevo, cuando todo podía surgir. Lejos de la ciudad corrompida y aprovechadora de la costa, había soñado con el renacer de África, liberada de su esclavitud colonial y de la fatalidad de las pandemias. Una especie de estado de gracias al margen de las inmensidades herbosas por donde avanzaban las manadas conducidas por los pastores, o de los pueblos de los alrededores de Banso, en la perfección inmemorial de sus paredes de adobe y sus techos de hojas.
El advenimiento de la independencia en Camerún y en Nigeria, y después, poco a poco, en todo el continente debió apasionarlo. Para él, cada insurrección debía de ser una fuente de esperanza. Y la guerra que acababa de estallar en Argelia, guerra en la cual sus propios hijos corrían el riesgo de ser movilizados, no podía parecerle sino el colmo del horror.