«[...] Otro ilustre escritor del siglo XVIII fue el lexicógrafo, ensayista, crítico, moralista y a veces poeta SAMUEL JOHNSON (1709-1784). De origen modesto, se educó en la librería de su padre en el pueblo de Lichfield. Fue maestro de escuela y, a lo largo de una vida que al principio fue trabajosa, adquirió una erudición vasta y desordenada. En 1735 tradujo, por encargo, Un viaje a Abisinia del padre Lobo, de la Compañía de Jesús. Ese mismo año se casó. A partir de 1737 vivió en Londres. Diez años después concibió el proyecto de la obra que le daría fama: el primer Diccionario de la lengua inglesa. Creía que había llegado la hora de fijar esa lengua, purificándola de galicismos y manteniendo, en lo posible, su carácter teutónico. Alguien le dijo que el Diccionario de la Academia Francesa había exigido la labor de cuarenta académicos; Johnson, que despreciaba a los extranjeros, contestó: «Cuarenta franceses y un inglés; la proporción es justa». Ocho años le tomó esa tarea, que lo hizo famoso y le valió el apodo de Dictionary Johnson, doble referencia al tamaño del autor y del libro. En 1762 recibió del rey una pensión anual de trescientas libras. Desde entonces, con algunas interrupciones, renunció a la literatura escrita y se entregó a la oral. Conversador brillante y autoritario, fundó un cenáculo cuyos miembros lo llamaban, a sus espaldas, la Osa Mayor. Casi enseguida conoció a un joven escocés llamado JAMES BOSWELL (1740-1795). Éste fue anotando y quizá puliendo todo lo que Johnson decía; estos apuntes lo ayudaron a preparar uno de los más curiosos libros de literatura, la Vida de Samuel Johnson, que se publicaría cinco años después de la muerte del maestro.
Johnson publicó Las vidas de los poetas, que incluyen una biografía hostil de John Milton y una edición de las obras de Shakespeare, a quien defendió de los ataques del pseudoclasicismo. Boileau, que sostenía las tres unidades aristotélicas, de lugar, de tiempo y de acción, había escrito que era absurdo que, durante el primer acto de una tragedia, el espectador se creyera en Atenas y, durante el segundo, en Alejandría; Johnson replicó que el espectador no estaba loco, que no creía estar en Alejandría ni Atenas, sino en el teatro. Alguien, en su presencia, opinó que la vida de un marinero es miserable. Johnson dijo: «La vida del marinero, señor, tiene la dignidad del peligro.
Todo hombre se desprecia por no haber estado en el mar o en una batalla.» Profundamente religioso, Johnson solía sentir la vanidad de las pompas mundanas; esto lo llevó alguna vez, en medio de una fiesta y ante el asombro y la diversión de la gente, a vociferar el Padrenuestro.
La Vida de Samuel Johnson de Boswell ha sido comparada muchas veces a los Diálogos con Goethe de Eckermann. Hay una diferencia fundamental. Eckermann es un discípulo respetuoso que anota las opiniones del maestro; Boswell crea una especie de comedia con dos personajes centrales: Johnson, siempre querible y no pocas veces ridículo; Boswell, casi siempre ridículo y maltratado. Quienes, como Macaulay, han declarado que Boswell fue un imbécil, olvidan que los ejemplos alegados a favor de esta tesis proceden de la obra de Boswell, que los intercaló con el deliberado propósito de ser la figura cómica de su libro. Bernard Shaw, en cambio, celebra en Boswell al autor dramático que para nosotros ha creado la perdurable figura de Johnson.
Boswell, de origen noble, nació en Edimburgo, en cuya universidad estudió derecho, así como en las de Glasgow y Utrech. El acontecimiento capital de su vida fue su encuentro con Dictionary Johnson en una librería de Londres. En el continente conoció a Rousseau, a Voltaire y al general Paoli de Córcega. Escribió una oda en pro de la esclavitud, razonando que su abolición cerraría las puertas de la misericordia a la humanidad, ya que induciría a los negros de África a matar a sus prisioneros, en lugar de venderlos a los blancos. En 1769 se casó con Margaret Montgomerie, su prima, de quien tuvo siete hijos. Hace poco se han descubierto sus Diarios manuscritos, que fueron publicados en 1950 y abundan en curiosas indiscreciones de índole personal [...]».
Jorge Luis Borges, Introducción a la literatura inglesa, Madrid, Alianza, 1999, pp. 24-25