Desenvueltamente inspirada en la novela homónima de Martin Amis (cuyo primer aniversario de su muerte se cumple en estas fechas), La zona de interés (Glazer, 2023) permite tanto retomar la reflexión moral y estética sobre los límites de lo representable como actualizar el viejo debate filosófico jurídico sobre los límites (aquí quizás «limitaciones») de la justicia cuando aborda lo que el jurista argentino Carlos Nino o el filósofo Richard Bernstein (entre otros) trataron como aporías procesales del «mal absoluto» y que aquí llamaremos tentativamente «zona injusticiable».
La película ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes sigue a través de desasosegantes paseos por el extrarradio del Läger y un dispositivo de «cámaras ocultas» que apunta a la puesta en escena de un reality del tipo Gran Hermano (ángulos improbables, desvelamiento de la intimidad, siniestras perspectivas panópticas del hogar), la vida familiar de Rudolf, Hedwig Höss y los hijos del comandante de Auschwitz-Birkenau en la casa adyacente al campo de exterminio.
Sobre lo primero –los límites de lo representable– creo que el primer acierto de la que se erige ya como una de las mejores películas del siglo XXI es su posicionamiento intersticial entre el imperativo moral de Georges Didi-Huberman de mostrar la «elocuencia del mal», de romper con el aislamiento del horror (en el ensayo Imágenes pese a todo) y la elegante poética de Claude Lanzmann quien en la monumental Shoah (1985) defendió la idea de lo inenarrable y optó éticamente por aproximarnos indirectamente al desastre a través de los testigos de los trenes que conducían a la aniquilación.
Si recordamos el núcleo de la conocida discusión, tanto para Lanzmann como para el psicoanalista Gérard Wajcman, la singularidad ontológica del horror nazi hacía que cualquier intento de representación (de lo que ocurrió dentro de Auschwitz) solo pudiera funcionar como velo, como falso acceso al conocimiento (el principal error de Spielberg en la bienintencionada La lista de Schindler): si se puede ver, seguir manteniendo la mirada y una vida «normal» es que la representación falla en algún punto. Para, Wajcman, el psicoanalista francés, la shoah era irrepresentable por inimaginable: «el objeto impensable por excelencia».
Frente a la tesis de lo inenarrable, el historiador de arte Didi-Huberman invitó a imaginar, a no dejar de imaginar. Llamó a atender a los «cuatro trozos de película arrebatados al infierno», a estudiar las imágenes del horror: la cremación en pozos al aire libre de cuerpos inertes tras pasar por el proceso de gaseado, mujeres en un bosque de abedules en dirección a cámara, instantáneas por encima del cifrado («solución final», «zona de interés») temerariamente mantenidas «vivas» por miembros de un Sonderkommando (encargados de recoger y limpiar de restos humanos las cámaras de gas) el verano de 1944. Para Didi-Huberman, las rudimentarias fotografías supervivientes ofrecían la posibilidad de imaginar lo inimaginable o de mostrar la realidad del mal allá donde la palabra encuentra su final.
Pues bien, la opción del director británico Jonathan Glazer –entre los límites de la imaginable y el imperativo de imaginar, entre la imposibilidad de representar y el mandato de contar– es la de elidir el interior del campo y recorrer a través de una terrible semiótica de la gran matanza, la forma en que esta salpica y humea, la manera en que la aniquilación resuena en el exterior. Comenzando por el jardín al otro lado, ese que cultiva la señora Höss (en interpretación excepcional, por malsana, de Sandra Hüller) y terminando por los vericuetos (semejantes a un laberinto de ratas) en los bajos del hogar de los nazis.
Nos ensucia la ceniza que baja por el río, nos empaña el humo de los quemados, nos embrutecen los dientes con los que juegan los infantes, intuimos la infidelidad mutua con los esclavos del blanco hogar. Si en El hijo de Saul, (László Nemes, 2015) la mirada subjetiva del Sonderkommando suponía paradójicamente el límite inédito de la representación, Glazer ofrece aquí una cartografía de los signos (mucho más sutiles que el mapa del crematorio circular que llega a colocarse encima de la mesa de «el animal de Auschwitz»): el malsano temblor en el aire, los gritos de los asesinados, el humo de las chimeneas, los restos grises de los muertos que de pronto orillan la bañera, el lavado compulsivo de la señal.
Fue Theodor Adorno (Teoría estética, Dialéctica negativa) quien planteó en toda su profundidad la posibilidad del arte después de Auschwitz. Quizás porque encajan –algo así escribió Ludwig Wittgenstein– en lo que se puede «mostrar» (pero de lo que no se puede hablar) los sonidos de La zona de interés llegan donde el relato de los hechos no puede llegar Y, en ese sentido, lo que consigue su puesta en escena, lo que logran los movimientos animalescos de los perpetradores y las súbitas elipsis de terror glaciar (expresión acuñada probablemente para el Funny Games de Michael Haneke) es que el horror nos salpique, o mejor, que nos repique, que nos hundamos en el espesor culpable de cierto olvido, en la cueva de la ignominia, en el barro, en el légamo pegajoso y negro (un estilema caro al director de Under the skin) de la indiferencia...